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Mostrando entradas de 2009

Bajo tu cama

Bajo tu cama sólo cabe un asesino con la estatura de un funcionario de correos. O eso o ha pasado quince años abrochándose al pecho las piernas, en una hábil maniobra para que tu madre no las barriera cada vez que pasaba por allí el cepillo, y en ese caso si sale fuera podrás descubrirlo rápidamente por el crujido de sus rodillas en cremallera de vuelta al par. En todo caso, nada que no sepa esquivar una atleta como tú. Bajo tu cama sólo cabe un dragón delgadito. Pirófilo, como todos los dragones, pero incapaz de incendiar la habitación con el escaso fuelle que le cabe en esos dos metros cuadrados. Un dragón travieso, que aprendió a concentrar el viento de sus mofletes en calima sobre los dominios de la almohada y a hacer allí, como ataque más amenazante, que se te calentara la cabeza y se te contagiara el sur de la cintura. Nada más, que bastante tenía con hacer dieta para seguir allí, porque si no era imposible compartir espacio con la caja de ropa de invierno en verano de verano en ...

De vuelta inversa

Tuvo que ser tu madre la de la cuarta, porque el primerizo era el médico y después de que las tres primeras hubieran caído fuera de sus manuales, las únicas lágrimas que se desparramaban por el paritorio seguían siendo las que salaban su bata umbilical, así que no le dejaban ver siquiera si te estaba dando la torta en el culo o estaba golpeando la camilla de rojo con sus dedos. Y ni aún así. Ni con la ostia de tu madre, ni con el carrusel de vacunas de los dos años ni con el siete de los siete en la rodilla que había perdido de vista la bicicleta, ni en los patines de los ocho a los dientes, ni en las gafas partidas por el suelo de los nueve, ni en las gafas volando por los cielos de los diez. Ni tan siquiera cuando a los once aprendiste a ganar dinero y a romperte las medias con ello. No llorabas, porque te daba igual. Sangrabas, claro que sangrabas, y en la garganta de las monjas el santoral entero, y en tu madre el santoral entero, pero no precisamente en la garganta. Sangrabas, y s...

Asesinos a sueldo (la tabla del siete)

Lo malo que tienen los asesinos a sueldo es, precisamente, el dinero. Y que lo más común en las historias que los tienen como secundarios es que los protagonistas, a uno y otro lado de la cuerda floja de diez pasos, tengan las mismas ganas de matar a su oponente. Así que se disputan al asesino como en una partida de ping-pong, o como en una subasta, como quien llega a una subasta con una morena cuyos labios dan nombre a los semáforos a la que ha conocido casualmente una hora antes de pujar y entonces necesita pujar más alto, morena en mano, para que ella mantenga esa media sonrisa de sexo salvaje esa sonrisa que sólo se mantiene con diez mil por la mesa de colmillos de rinoceronte o veinte mil por el conjunto que marylin llevaba* (…) lo mismo con los asesinos a sueldo pero en vez de los labios rojos jugándose la posibilidad, entre otras, de unirse a la vuelta de un mal disparo al club de la alimentación nasogástrica o a la vuelta de uno certero al de los que fueron laringectomizados ju...

Cromatismo

El adicto al rojo atravesó una cama king size en los carriles central de la a seis, justo a la altura perfecta para ver las sábanas ondear desde el paso elevado que estaba medio kilómetro más atrás. Tomó un cartón de palomitas, su silla plegable y se sentó a disfrutar del festival de frenazos del atardecer, y después con el atasco y con el principio de la oscuridad la larga indiana de luces rojas que iban encendiéndose según llegaban nuevos coches. Con lo que no contaba era con la sangre de aquel tarado que empotró a ciento cincuenta su Altea contra el sedán que le precedía, tan ocupado en su teléfono rojo llamando a Moscú que ni siquiera pudo ver la muerte de frente. Entonces, como en las películas de terror, sí que se organizó una rojería siete en la escala pantone, y vinieron los bomberos y sus camiones rojos de sirenas y las ambulancias de la cruzroja y los autobuses rojos del ayuntamiento de Madrid tuvieron que quedarse a las puertas del atasco porque en la autopista no había car...

Ganas de decir que te quiero en lugares públicos

Vamos a pasar de las metáforas. Tengo ganas de decir que te quiero en un lugar público. No hace falta que te lo diga a ti, directamente, ya estás cansada de oírlo. Quiero decírselo, quizá, a la más tímida de tus amigas mientras tú te levantas para ir al baño, que ni siquiera te des la vuelta para ver sus labios abiertos en o, y que simplemente al mirarte en el espejo de después, de después de después, descubras que he recorrido la distancia de la mesa hasta el desorden de tus mejillas. Quizá se lo cuente al farmacéutico cuando, impaciente, esperas en el coche pintándote los labios para disimular que él mire por encima de mi hombro y luego por debajo de mi brazo y luego cierre para venirse corriendo detrás de nosotros con su cargamento de pastillas para la tos de después de después y sus antigripales y una pancarta que diga que te quiero, fabricada, como hacen los secuestradores malos, con los recortes de los titulares del Hola que roba en el kiosko de al lado. Quiero gritarlo en la bib...
Eres mi hotel de una estrella: una vez dentro de ti sólo quiero cerrar la habitación con llave.

Capricho

Que escribas un día de estos pimientos rellenos, y te observe desde el salón con la cebolla a lágrima suelta. Un sábado mediodía cualquiera, que pongas primero a flotar en una sartén las canciones que son nuestras canciones para hacer el amor, y así se vaya calentando el aceite. Que mientras tanto te embarques las manos de blanco tinta para recibir la masa, y que de tan simple que suenan jamón y queso philadelphia juguemos al seudónimo, como los escritores de éxito, y los renombremos diafragma y secreter. Que luego, con las canciones acercándose a la ebullición, garabatees un bol ancho del estante de arriba y mezcles en él las raíces de mis palabras, contenidas en el diafragma, y el punto justo de mis secretos, que se guardaban hasta que llegaste en el mueble que no hace más que buscarlos con el nombre. Que antes de freír en nuestro estribillo favorito, me abraces, rojo, fuerte las letras, los secretos y todo lo demás, y ya juntos pimientos rellenos que pasar por la sartén. Bajar el fu...

Quiromancia

Trabajos manuales de precisión sobre la palma de mis manos. Mientras el dorso se broncea en las antípodas del invierno, trabajos de precisión a cargo del final de tus dedos, ese lugar híbrido que contiene a la vez el placer infinito de la caricia en el centímetro cuadrado que mide cualquiera de tus yemas de tus diez cualesquiera y el certero dolor que es capaz de abrir afilada hasta la más meñique de tus uñas. Para borrar la línea del dinero, París y champagne y fresas; para borrar la línea de la vida, tu vida encima y debajo y alrededor y la amnesia de los domingos; para borrar la línea del amor, el amor entero para demostrar que tu amor no puede caber en una línea. Ahora que has removido toda la tierra de mi pasado, y que asomas tu nariz ante una palma abierta, lisa, en la que es imposible adivinar el futuro recuerdo que desde el principio me dijiste que siempre te ha gustado más escribir que leer.

Al final del plan

Al final del plan, quizá lo hayas supuesto, está la secreta intención de hacerme amigo de todos los empleados de las gasolineras de todos nuestros lugares comunes, e incluso de los puntos de la línea de puntos que une nuestros lugares comunes. Conversar cinco minutos una vez, diez otra, quizá una hora entera mientras el aire rellena los neumáticos, con esos personajes de las tres de la mañana el cigarro encendido en la oscuridad de los grillos, esos que se preguntan quizá si algún día las letras anaranjadas de REPSOL se fundirán y vendrá un técnico a repararlas o si pasarán treinta años al servicio de tan renombrada empresa refinera y las luces, unas miserables luces, les sobrevivirán en la carretera y en los libros de historia y en el lugar del fondo de la memoria donde quedan las imágenes impresas. Ser quien enciende el cigarro alguna vez, y quien asiente después de dos horas de viaje en la parada reglamentaria y necesaria fisiológicamente, cuando la barba que nace después de ocho ho...

Microclima

mi corazón habita el cruce de tus dedos, porque es una suerte pertenecer al índice que envuelve el tuyo; y porque si habitase otro cruce, como el cruce de tus piernas, hace tiempo que hubiera muerto de infarto

Días soleados

Mis amigos mueren en días soleados frente a la costa más oriental del Mediterráneo; organizamos una fiesta blanca en la que lucen farolillos de papel y bailamos alrededor de la noche bebiendo martini seco y recordando a nuestro querido difunto hasta que caemos borrachos hasta que amanece hasta que al amaneceralguien vuelve a morir. Mis amigos mueren; llegamos a pensar un poco en ellos cuando despertamos los sábados: qué buenos eran, cuánto les queríamos, por qué coño se han ido y qué vamos a hacer con la cantidad de vida que les quedaba por desenvolver. Pero el día es tan maravilloso que no podemos dejar de bajar a la playa. Mientras nos bañamos completamente desnudo alguien vuelve a morir. Mis amigos mueren; su muerte les recuerda a los poetas del grupo, siempre tan orientales, a la caída de las flores del almendro, que destapa un perfume acaramelado capaz de alegrar cualquier habitación, por oscura que sea, en la que sin darnos cuenta alguien vuelve a morir. Mis amigos mueren; suena ...

Sin plomo de noventa y ocho

Se encontraron en aquella gasolinera abandonada junto a la carretera abandonada junto al cañón, más bien frente al cañón junto a los cien metros de caída vertical. Como en Thelma y Louise, susurró ella en sonrisa de pena de muerte, los dedos rizándole la nuca; como Bonnie and Clyde, pensó él mientras se quitaban la ropa en corazonadas mientras se follaban a destierro sobre el capó de un Mustang mientras se arrancaban la piel en el polvo de la piel del desierto. Después del sudor sonrieron, sabiendo que si esto hubiera sido una historia de amor ya hubieran mordido el final perfecto, y comenzaron a enumerarse las cicatrices, sus intermitentes amores de fogueo. Ella: asalto a mano descubierta a la comisaría del último pueblo el comisario en calzoncillos se cagaron dos oficiales se callaron las taquígrafas dejar las paredes de rojo sangrante dejar todavía una bala en la recámara y salir silbando una canción que no era de amor ni todo lo contrario en la radio de un coche patrulla. Él: corru...